No se si alguna vez os habréis fijado en los ancianos, en los callejones estrechos que surcan sus misteriosos rostros, y en las níveas cabelleras que las abuelitas disimulan con tintes y los abuelos lucen con calvas incipientes. Son unos interesantes seres que deambulan como ancianos simpáticos que ofrecen caramelos de miel.
Muchas veces pasamos por al lado de estos y no nos fijamos en ellos, por que ya son viejos y nos parece que ya no son más que monumentos viejos que ya no sirven más que para ver que el tiempo avanza sin piedad. Pero la verdad es que eso no es cierto, son de lo mas necesarios, nos enseñan la forma en la nosotros nos enfrentaremos a nuestra no muy lejana vejez, nos están enseñándonos por sus actos como no aferrarnos a esa absurda creencia de que podremos vivir para siempre, porque no importa cuanto vivas, eso ya no sera vida si las personas que te pueden recordar y hacerte sentir viva ya no están para recordar, que tu exististe en un momento, y que tuviste aventuras locas con esa chica que tanto te gustaba y con la que años antes previos a su ida seguiste persiguiéndola para que no te dejase solo en este mundo en el que ya nadie podría recordar que, tú una vez amaste, amaste locamente a una mujer, y que la perseguiste asta que vuestros caminos se separaron para después, estrecharse otra vez en la hora de tu acto final, en el se cierra con el tierno encuentro de la desgarradora muerte, que te roba tu ultimo suspiro, devolviéndote a la vida, junto a aquellos que te recuerdan.
Por eso creo que no deberíamos temer por nada a la inesperada muerte, porque ella nos juntará con aquellos que queremos, y nos deja ser libres otra vez, lejos de la cargas de ser una persona temerosa del mundo, temerosos de la inminente vejez, de la inevitable juventud, del inesperado nacimiento, de las sorpresas que el destino nos aguarda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario